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La tarde de caras infinitas

 

Carolina Bragg

 

En la esquina de la calle Opalina hay una tienda abandonada, en decadencia. Sus ventanas y puertas están clavadas con tablas de madera. Encima de ella, con ventanas grandes cuyo vidrio los árboles rozan, hay un apartamento pequeñito alquilado a precio módico. Su entrada empieza por detrás: una puerta de madera astillada, una escalera empinada y oscura, otra puerta un poco más resistente…y luego, el cuarto principal del apartamento.

El hecho ocurrió una tarde a finales del otoño. La luz inundaba el cuarto principal y los árboles amarillos y rojos echaron sombras vaporosas en el piso. El lugar estaba vacío excepto por  un sofá con una manta y una almohada encima, un televisor, y un espejo apoyado contra la pared a la derecha, al lado de la puerta parcialmente abierta al baño. El inmaculado espejo, tan cristalino, sin una mancha en su superficie que indicara la existencia de una barrera entre el cuarto y su imagen. En días como ese, el espejo tenía una calidad atractiva, como si estuviera pidiendo una cara para reflejar.

El sonido de alguien subiendo los escalones, sus pisadas fuertes y desiguales, interrumpió la quietud. El inquilino, que parecía pertenecer al espacio más que el espacio pertenecía a él, había llegado a casa. A pesar de que era temprano en la tarde, estaba increíblemente borracho. Su amante lo había dejado por “alguien con quien ella estaría más feliz”, lo que confirmaba lo que ya sabía, que el hombre rico podía ofrecerle mucho más. Mucha más riqueza. Y no era justo. No era justo porque él tenía tanto amor para ella, no dinero, no, pero sí amor, amor.

Se tropezó con la pared a la derecha y se cayó. Al principio pensó que se había caído a través de la puerta del baño, pero vio que estaba echado en el piso de madera del cuarto principal, no en los azulejos. Cuando levantó la vista, su apartamento parecía…extraño. Todo era igual: el mismo sofá, el mismo televisor, la misma puerta a la escalera. Pero estaba al revés como si estuviera mirándolo todo en un espejo. De repente el terror lo llenó y, mirando su propio reflejo con ojos salvajes, se arrojó contra el espejo sin lograr nada. Desesperado, estaba a punto de levantar el televisor y romperlo, pero se detuvo. ¿Y si lo rompiera y quedara atrapado aquí, en este lado? Bajó el televisor, se echó a llorar y se sentó de espaldas a la pared con la cabeza entre las manos. Se apoyó contra el espejo, volvió a caer, y cuando miró a su alrededor su habitación era la misma otra vez.

Su mente se aceleró. El delirio inducido por el alcohol le dio una epifanía. Podía controlar su paso por el espejo. Probó su teoría y funcionó. Cuando hizo contacto visual con su imagen, la superficie era sólida: un espejo normal. Pero cuando apartó la mirada, podía pasar através del espejo, como si no fuera una barrera.

Fue a su cocina, rebuscó en los cajones, y encontró su cuchillito. Marcó el espejo, dividiéndolo por la mitad, y lo quebró. Con manos temblorosas, apoyó la otra mitad contra la pared de la izquierda y la alineó para que los dos espejos se enfrentaran—

¡Planos de existencia infinitos!, pensaba él…

¿Cómo asegurarse de eso?

El hombre bajó a la tienda abandonada. Sacó unos clavos sueltos de los tablones cubriendo las ventanas, y arrancó uno. Subió las escaleras, colocó la tabla en el piso fuera del plano de reflejo entre los espejos y lo clavó, golpeando los clavos con su pie. Cruzó al plano a su derecha y luego al siguiente (porque ahora había infinitos), y luego al siguiente, y sólo en el plano original existía el tablón de madera. En ese momento entendió las ramificaciones de su descubrimiento.

Esto es lo que necesitaba. Esto es una bendición. Así es como la recuperaré.

Cruzó a la séptima reflejo a la derecha; quiso crear distancia entre su solo plano real y el crimen que estaba a punto de cometer. El arma en su mano derecha y la bolsa en la otra, se convenció que era libre de culpa. El séptimo plano no era real. Si la gente en el banco se lastimara, no cambiaría su plano original. Y no era él realmente haciendo el robo. Era su reflejo séptimo, el condenado séptimo, que el hombre usaría y dejaría atrás. Cuando se metió en la calle para irse al banco vio que los árboles eran grises, protuberantes, ya muertos. Eso lo habría confundido si no hubiera estado tan enfocado en su meta.

Cuando la policía disparó al hombre huyendo en la Calle Opalina con la bolsa llena de dinero, no se detuvo.

—Dobla la esquina a la puerta trasera (ciérrala de golpe detrás de ti), sube la escalera escarpada y estrecha, patea abierta la puerta en lo alto, tirate al corredor de planos infinitos, corre a la izquierda hasta que alcanzas el pedazo de madera. Aquí estarás a salvo.

Al cruzar al plano original oyó el más leve eco de un disparo. Si no hubiera estado tan ocupado abriendo la bolsa, habría sentido el más mínimo dolor. Mientras contaba los billetes recordó a su amante. Un día de verano, todavía tan vivo en su mente, ella le había dado un dije de plata, poniéndolo en su mano con una sonrisa tímida. Él lo puso en una cadena alrededor de su cuello y nunca se lo quitó, incluso cuando ella lo dejó… Sacó la cadena debajo de su camisa para mirarlo, pero había desaparecido.

—¿Podría haberse caído mientras estaba corriendo de la policía?

Sometiendo su temor decidió volver a los espejos uno frente al otro para buscar su dije. Entraría, lo encontraría, y volvería. Luego rompería los espejos y se quedaría con su dinero robado del banco lejano, siete planos de distancia.

En su prisa tropezó con el bloque de madera y se cayó de cabeza en el espacio entre los espejos, su pecho golpeando el suelo. Sintió un dolor rápidamente floreciendo, y su intensidad lo sorprendió. Miró a los espejos. La tarde se estaba oscureciendo, pero aún había suficiente luz para que pudiera ver todos sus seres infinitos, en ambas direcciones para siempre, tendidos en el suelo como él pero con heridas de bala en la espalda y desangrándose. Se dio cuenta de que él también estaba rodeado por un charco de sangre. No sangraba por su caída, sino por la herida de bala que entró por su espalda y salió por su pecho.

Y simultáneamente, todos los reflejos levantaron sus brazos con sus dedos posicionados como si estuvieran agarrando algo pequeñito. El brazo del hombre hizo lo mismo fuera de su control. Giró lentamente su cabeza hacia la derecha. El reflejo a siete planos de distancia sí tenía el dije en sus dedos. Abrió la boca y dijo:

—¿Buscas esto?