por Lucas Westphal (2024)
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en las palmeras. Cuando vivía en Key Biscayne, en ese apartamento con vista al parque, miraba hacia las hileras de palmeras (algunas veces una palmera se separaba de su fila) que continuaban hasta el fin del parque. Me enfocaba solamente en las palmeras, mirando cómo se movían sin resistir la fuerza del viento fuerte de Florida. Ahora soy una palmera.
Era pequeño cuando creció la pasión dentro de mí. Se regó como una infección, empezando con una inocente curiosidad y terminando con una obsesión que me cautivó. En un día lluvioso después de unas semanas insoportablemente calientes, me acerqué a la ventana. Lo interesante fue que aunque lloviera tan fuerte, se escondía todavía el sol detrás de las nubes gordas y grises, saliendo de vez en cuando para crear un arcoiris sobre el mar bravo. Mi mamá me explicó que cuando el sol y la lluvia comparten el cielo, se dice que se están casando las brujas. Ese día, atrapado en mi cuarto, miré hacia el parque que se encontraba debajo de la monumental pelea por el cielo. Mis ojos sobrevolaron los carros que se movían en las calles mojadas y los niños que jugaban al fútbol aunque lloviera, terminando por las palmeras. Me quedé horas mirándolas como oscilaban en la tormenta, manteniéndose fuertes en la lluvia brava. Esa noche soñé con las palmeras.
De ese día en adelante, me despertaba temprano para sentarme al frente de la ventana y mirar a las palmeras por una hora antes de ir a la escuela. Observaba cada minucioso detalle desde la altura de mi apartamento. Los troncos eran finos, con anillos negros que subian hasta llegar a las hojas, y salían de la tierra con una curva tan bella. Las hojas eran tan únicas; yo veía rayas verdes gordas salir del tronco, cada una de ellas aguantando muchas más rayas finas verdes también. Todo era tan lógico y matemático. Además de todo eso, las palmeras aguantaban unos cocos que se escondían debajo de las hojas como un premio para cualquier persona que lograba conquistarlas. Yo las quería conquistar.
Eventualmente tuve la idea de usar unos binoculares para mejor observar las palmeras. Me sentaba por horas, observando una sola palmera, imaginándome cómo se sentiría serla. Observaba como mis hojas oscilaban en el viento, o como un pajarito se sentaba en uno de mis cocos. Observaba cuán conectado estaba con la naturaleza. Observaba cómo reaccionaba a las lluvias fuertes, los soles insoportables, o los vientos salados del mar.
Algunas veces miraba a las pobres palmeras y me sentía mal. En los veranos calientes o las primaveras lluviosas, me escondía en mi cuarto con aire acondicionado y con un techo sobre mi cabeza. Las pobres palmeras suffrian. El sol las quemaba, la lluvia las mojaba, el viento las movía, el aire las infiltrába, y los animalitos las usaban. Allí se quedaban como estatuillas, dejándose conquistar de la naturaleza. Las palmeras eran una mezcla horripilante que pensaba pero no actuaba, sufriendo afuera en el parque mientras yo gozaba en mi cuarto.
Pasábamos cada día juntos, yo en mi ventana observándolos, y ellos sintiendo mis ojos penetrarlos. Yo, escondido de la naturaleza dentro de mi cuarto, y ellos dejándose conquistar de ella.
Una mañana pasó algo muy curioso. Me senté como siempre lo hacía, a mirar las palmeras con la luz naranja del amanecer sobre el parque. Me asomé a la ventana y miré hacia abajo. Perdí la consciencia por un segundo. Mire hacia arriba, y allí lo vi, como cada mañana, sentado al frente de su ventana, mirándome. Él en su apartamento mirando hacia abajo, y yo en el parque mirando hacia arriba. El sentándose en su cuarto protegido, y yo en la naturaleza sin protección. Él con un falso sentido de poder, y yo con la sabiduría que nos separaba.
Un día el niño crecerá a entender que él era el cobarde, observándome desde su cuarto. Un día entenderá que juzgarme desde su posición me daba a mí el poder. Un día entenderá que dejarse conquistar por la naturaleza es más valiente que esconderse en un apartamento en el quinto piso con vista al parque.