por Stephanie Abrego Diez, ’21
Había una vez que un hombre llamado Huitzilomac que vivía en el pueblo más pequeño del imperio más grande del continente Suramericano. Todo el pueblo lo conocía como el hombre valiente, el que protegía el pueblo de cualquier mal. Él había salvado una familia de un jaguar feroz en el medio de la noche; había protegido el pueblo de la conquista de un imperio lejano. Todos respetaban Huitzilomac por todo lo que había hecho. Pero no sabían que Huitzilomac tenía un secreto: él quería ser el emperador de su propio imperio gigante. Todo lo que hacía era en busca del poder. Pero nunca le dijo a nadie su motivo real. Ni se lo decía a los dioses cuando hablaba con ellos.
Una noche, después de escuchar que el imperio vecino se estaba cayendo a causa de perder una guerra, Huitzilomac habló con Tenomenactl, el dios del sol, a quien muchos le hablaban frecuentemente. “¿Qué pasó hijo?” le preguntó Tenomenactl, “veo que hiciste una ofrenda.”
Era verdad, Huitzilomac hizo una ofrenda llena de casi toda su cosecha de otoño. Hasta sacrificó sus mejores elotes, dándoselos al dios. “¡Ay, dios del sol, divino y todopoderoso! Te pido un inmenso favor,” dijo Huitzilomac. “Quiero ayudar mi pueblo. Quiero salvar mi pueblo tan pequeño de los poderes grandes. Pido que nos ayudes dándonos conocimiento de toda la tierra para que juntos, podamos hacer nuestro propio imperio. Parece que somos el único pueblo independiente, pero asi nunca vamos a sobrevivir.”
Tenomenactl se quedó callado por unos momentos. “Lo voy a pensar. Te digo mañana. Hasta pronto, hijo mío.” Y de repente se fue Tenomenactl.
Mientras Huitzilomac le suplicaba a Tenomenactl, un viejito llamado Etilomoc trató de convencer a su hija Chimutzel, quien estaba muy enamorada del Huitzilomac, que Huitzilomac no era quien ella pensaba. “¡Hija! No tiene nada que ver que él sea alto y guapo; es un hombre con malas intenciones.”
Chimutzel estaba muy preocupada mirando su reflección en un charco de agua. Se trenzaba el cabello con flores, se puso su mejor vestido, el cual se iba poner el dia siguiente para visitar Huitzilomac. “Papá, no seas tonto. No solo lo amo por su apariencia. Lo amo porque es un héroe. Lo amo porque ha salvado el pueblo muchas veces. Y sé que un día, va ayudar que el pueblo salga adelante. Por él, vamos a tener poder como esos imperios grandes que siempre quieren nuestra tierra.” Chimutzel miró a su padre. La iluminación de la luna hacía que el pelo gris de Etilomoc pareciera aún más blanco. “¿Tú que sabes? Eres un viejo; no entiendes como son los imperios de hoy.” Con esas palabras, Chimutzel entró a su casa.
Etilomoc miró hacia el cielo, hacia la luna y las estrellas que iluminaban la noche. “Coyaltli,” dijo el viejito, llamando a la diosa de la sabiduría, “sé que estás ocupada, y que tienes cosas más importantes que atender, pero pido tu ayuda. Temo que este pueblo no esté en buenas manos. Por favor no dejes que Huitzilomac se aproveche del pueblo, y menos de mi preciosa Chimutzel.”
Coyaltli escuchó atentamente pero no respondió. Pronto le ayudaría al viejito.
En Uxque, la ciudad de los dioses, Tenomenactl consultó a Coyaltli durante la cena diaria que los dioses tenían juntos. “Un ser humano me pidió conocimiento, pero no se si puedo ayudar. ¿Qué hago? ¡El me pidió conocimiento de toda la tierra!”
Sentada en la cabeza de la mesa comiendo, Coyaltli le respondió a Tenomenactl, “él está mintiendo.”
Unos segundos pasaron, Tenomenactl pensando que Coyaltli iba decir otra cosa. “¿Cómo así?” preguntó el dios.
“Huitzilomac no quiere conocimiento para el bien de su pueblo. Él quiere poder, el poder de emperador. Merece ser castigado.” Coyaltli se acercó a Tenomenactl y dijo, “dale lo que quiere, conocimiento, pero dale exactamente lo que te pidió.”
Tenomenactl estaba confundido. “¿No que no es verdad que el quiere el conocimiento para el pueblo?”
“Exactamente,” respondió la diosa. “El hombre quiere que le des conocimiento solo a él; díselo a todos los del pueblo. Tanto conocimiento es tóxico para la sociedad. Ya verás.”
El dios Tenomenactl hizo exactamente lo que le dijo: nadie desafiará la diosa de la sabiduría. El creó unas tablas mágicas que tenían toda la información del mundo. Tenía lo bueno, lo malo, y lo feo. Cada casa en el pueblo tenía su propia tabla. Tenomenactl nombró la red de información Google, el nombre de origen en googol, un número gigantesco que reflejaba la cantidad de conocimiento que tenía.
El próximo día, Huitzilomac se despertó tarde en la mañana a una bulla de afuera. Alarmado, se levantó y abrió la puerta para ver cual era la comisión. Vio que todo el pueblo estaba en frente de su casa, Etilomoc en frente de todos con su bastón en mano. Chimutzel, la hija de Etilomoc, estaba al lado de él, con su pelo en trenzas y su vestido más bonito, pero su cara estaba llena de lágrimas, con los ojos rojos y llenos de ira. Todos al rededor de ellos también parecían enojados.
“Hermanos y hermanas, ¿qué pasó? ¿Es el imperio mayor otra vez? ¡No se preocupen, yo y el resto de los hombres del pueblo iremos valientemente a la frontera a guerrear!” Huitzilomac sacó el pecho con orgullo, confiado que los demás iban a seguirlo como siempre habían hecho.
Chimutzel sacó su pantalla, revelando todas las intenciones del hombre, incluyendo sus sueños de ser el más poderoso de toda la tierra. “Joven, todos sabemos que no eres el que te haces parecer. ¡Estás usándonos para poder!”
Huitzilomac fue primero pero no el último en salir castigado por el conocimiento de tanta información accesible.